jueves, 26 de abril de 2018

UNA IMAGEN, UNA HISTORIA.



Relato basado en una imagen. Trabajo del capítulo 5 del Curso de Escritura Creativa.


Salimos a navegar antes del alba, los aparejos dispuestos desde hacía más de una semana y acabado de cargar todo lo necesario la tarde anterior. Las velas desplegadas aprovechando el poco viento que soplaba a esas horas tempranas del día. El patrón del barco, un viejo marino de cara bronceada y manos fuertes,  nos había arengado al zarpar, tenía la certeza de que sería una excelente campaña y los nuevos marineros, casi todos muy jóvenes, se hicieron a la mar ilusionados. En tierra quedaban otros barcos que zarparían horas después y la cala se vislumbraba desde lejos como una ensoñación, las arenas húmedas, lecho de diminutos cristales, cubiertas de barcas varadas que se escoraban levemente sobre uno de sus costados, como dormidas. Los veleros, con los mástiles desnudos, el trapo recogido y el bauprés apuntando a la costa escarpada, como lanzas amenazantes. Desde la lejanía se columbraba aún la torre de la iglesia con su domo plateado iluminado por la luz de la luna que todavía alumbraba desde lo alto, perdiéndose poco a poco a medida que la mañana comenzaba a imponerse. Las casas en la falda de la montaña parecía que nos despidieran con sus ventanas iluminadas por los quinqués que las mujeres colocaban cada vez que un barco se hacía a la mar en la oscuridad. Al otro lado del monte, sobre un saliente, el faro seguía con sus intermitentes ráfagas que callarían en cuanto apareciera el sol por el horizonte.  Faltaban horas hasta que nos adentráramos en alta mar, navegábamos despacio, al ritmo que nos marcaba el viento, a toca vela. Nadie, salvo el patrón, sabía con exactitud a dónde nos dirigíamos, dónde se encontraban los caladeros en los que comenzaríamos a faenar. Solo el patrón, encerrado en su camarote, con las cartas marinas desplegadas, iba marcando el rumbo y corrigiendo derivas. En cubierta se respiraba tranquilidad y algunos de los nuevos habían empezado a palidecer afectados por el mareo pero lo disimulaban asomados a la borda como si de pronto se pudiera ver el fondo marino y los incalculables tesoros que las aguas custodian.
La campaña tendría una duración de veintiocho días y desde que zarpamos no volveríamos a tocar tierra hasta pasado ese tiempo. Tendríamos que soportar cambios bruscos de tiempo, tempestades, borrascas, y días de calma chicha, pero volveríamos con una buena captura y nos recibirían como a reyes, las mujeres y los niños esperarían en las rocas que rodean la cala, alegres y esperanzados, deseando ver a lo lejos nuestro velamen inflado tirando con fuerza del velero y la magnífica carga que atesoraríamos en nuestras bodegas.
Yo, sentado cerca del timonel,  seguía tomando nota de todo lo que iba aconteciendo. Era la primera vez que navegaría tantos días sin ver tierra pero me había hecho el firme propósito de terminar de una vez la novela que llevaba años rondándome el pensamiento.




viernes, 20 de abril de 2018

RECUERDOS DE OTRAS TARDES DE AGOSTO





Ana sesteaba junto al pozo, a la sombra de la parra de la que colgaban racimos de uvas moscatel ya maduras. El calor de agosto a esa hora era pegajoso, y el zumbido monótono de las avispas, que andaban alrededor de los granos picando el hollejo para extraer el néctar dulce, le producían un adormecimiento muy agradable.  Ana dormitaba cuando la invadieron  recuerdos de otras tardes de verano, cuando era niña, cuando visitaba a su familia en la casa del huerto.  Los paseos hasta el río, el olor seco que emanaba de la tierra caliente, el mugido lastimero que sonaba desde el establo, lejano, como si el aire cálido impidiera el avance de aquella voz, amortiguándola, el incesante sonido del girar de la noria, con la mula gris, vieja y mal pelada, que no cejaba en su empeño de caminar sin llegar a ninguna parte. Volvió a subirse al granado, correteó entre las plantas de maíz, y hasta pudo oír el crujir de las hojas secas de las panochas. Sonrío al recordar cuando, en sus primeros coqueteos, se pintaba los labios con el jugo purpúreo de las moras; todas las chiquillas lo hacían provocando las burlas de los niños, pero ella lo disfrutaba sintiendo ya a la mujer que la habitaba. La asustó, incluso al evocarlo, el ruido estruendoso del motor del pozo al ponerse en marcha para llenar la alberca del huerto,   siempre le había ocurrido, y sin embargo, en más de una ocasión, se había atrevido a bajar al sótano donde estaba colocado, como enfrentándose ya a sus primeros miedos, en un alarde de valentía.  Un chorro a presión salía por una cañería gruesa, y en unos minutos la alberca reflejaba en el agua los rayos oblicuos de sol camino de su ocaso. Era entonces cuando el conde, que solo lo era por el apellido, trasladaba desde su sembrado, lechugas, coles, acelgas, y otras verduras que arrojaba al agua para que quedaran limpias de tierra, y era allí mismo donde se  metía la chiquillería a refrescarse, jugando entre las hojas verdes y tratando de no rozar mucho con los pies el suelo resbaladizo, cubierto por una capa lamosa de verdín. En su mente adormilada, Ana volvía a oír las voces escandalosas de los niños, y sus risas, y sonreía recordando aquellos momentos, y abría los ojos para cerciorarse de que había vuelto a su patio, a su rutina consoladora, al olor de la dama de noche que inundaba el aire ya más fresco del atardecer.